martes, 16 de octubre de 2012

Simone descubre su propio fuego

Un día Simone descubrió que dentro de ella, además de toda el agua que la forma, había lugar también para el fuego.

Al principio le costaba mucho encenderlo por eso a veces gastaba muchas cerillas, otras salía mucho humo, y otras el fuego se apagaba continuamente.

A medida que iba probando, descubrió que cada día su fuego era diferente y la forma y fuerza que tuviera dependían en parte de en quién estuviera pensando cuando lo encendía. Algunas veces Simone sentía ser parte de una hoguera cuyas llamas se mecen desprendiendo calor, energía y mucha, mucha belleza. Otras, esa hoguera se convertía en un verdadero incendio que, sin destruir nada, se expandía por kilómetros en busca de un lugar en el que poder descansar. Y siempre, cuando piensa en él, Simone se siente parte de una única llama: dos fuegos distintos que se unen y acaban danzando juntos en una única forma que ni crece con ímpetu ni disminuye, sino que se mantiene, ardiendo, ella sola, hasta que la madera se hace ascuas. En ese momento sólo hay que echar un nuevo tronco al fuego para que la llama vuelva a surgir al momento tan hermosa, cálida y danzarina como antes.

Ahora Simone se lleva mejor con el agua del que está llena porque cuando siente que esta comienza a calarle la piel, la deja salir y después calentita, se seca al calor de su propia hoguera.

Simone se levanta nublada

A veces Simone se levanta nublada por las mañanas. Estos días la cabeza le pesa más de lo normal y no puede vislumbrar su sombra por ningún lado: es como si tuviera sobre ella un conjunto de nubes que impidieran a la luz proyectar su figura. Si la sombra no está en el suelo, sino sobre su cabeza, y además le cuesta mantenerla erguida, Simone sabe que el temporal se ha instalado en ella.

La primera vez que se levantó así, se pasó todo el día con un cazamoscas detrás de ella misma intentando meter en el saco las malditas nubes que no la dejaban estar tranquila. Al día siguiente cambió la herramienta por un atrapa sueños, pero este artilugio tampoco dio resultado, al revés, las nubes descubrieron lo divertido que era atravesar las pequeñas redes y jugar con sus plumas. El tercer día decidió intentar dejarlas secas y se puso a llorar. Lloró mucho, lloró por todo lo pasado y por todo lo futuro que pudiera hacerla llorar. Lloró casi todo el día, pero por la noche las nubes estaban tan frescas como por la mañana. Al cuarto día, desesperada, llamó a una amiga, y ésta le dijo una frase: cuando te pones cerca de alguien es porque quieres que te vean. Quizás las nubes lo único que necesitan es que alguien las observe. Simone decidió probar y ver qué pasaba.

Se tumbó en su cama cabeza arriba y les pidió a las nubes, muy amablemente, que dejaran su coronilla para situarse encima de sus ojos. Ellas accedieron y al momento las tuvo frente a frente. Solo hizo falta unos segundos de observación para que las nubes se desintegraran y, tras ellas, apareció el sol más radiante que Simone jamás había sentido. Era tan grande y brillante que tuvo que cerrar los ojos. No temió lo más mínimo dejar de verlo porque sabía que no veía con los ojos, sino con el corazón, con un corazón repartido por todo su cuerpo.

Desde entonces, Simone ha desarrollado varias técnicas para hacer que las nubes desaparezcan y regrese de nuevo el sol, ese sol cálido y aquietador que tanto le gusta. Ya no tiene que tumbarse y pedirle a las nubes que se pongan frente a ella, puede hacerlo sentada y últimamente también en movimiento. Va probando con canciones hasta que encuentra una cuyo ritmo o melodía le entra directo a la parte trasera del cerebro, justo por encima del cuello, y como si ahí hubiera un botón, todo su cuerpo se pone a funcionar para que las nubes desaparezcan y el sol lo inunde todo de nuevo. Y Simone se pone a bailar, a danzar por todo el salón, haciendo movimientos que no sabía que podía hacer y piruetas que no sabía que sabía hacer, iluminada por un sol que desde dentro de ella no se pierde en ningún paso de la coreografía.

El sol se queda con ella varios días, unas veces más y otras menos, hasta que desaparece y las sombras llegan de nuevo a ocupar su lugar. Entonces, Simone se levanta nublada y vuelta a empezar.

En realidad, Simone le tiene mucho cariño a las nubes, tanto como al sol, ya que sin las unas no habría podido conocer al otro. Además, sabe que los dos, como todo lo demás que hay en su vida, son trocitos de ella misma.


El otoño de Simone

Siempre que llega el otoño, Simone se dispone a hacer limpieza: hay que revisar todas las cosas guardadas del año anterior y comprobar si algunas de ellas le servirán para el invierno. Pero este otoño Simone no tiene especiales ganas de limpiar.

El verano ha sido largo y placentero. Ha traído muchos frutos y todavía, debido al buen tiempo del primer mes del otoño, Simone se encuentra con algún que otro fruto mas propio del verano y bueno, en lugar de ponerse a limpiar, se lo come, aunque no sin algo de remordimiento. Piensa que quizás disfrutando de los tardíos melocotones lo que está haciendo es retrasar la dura tarea que le espera y piensa también que si no la hace, vivirá otro otoño más con ese peso. 

Se cree Simone sin ganas de otoño, sin ganas de cambios, sin ganas de revisiones. Se cree Simone apegada al verano, a su abundancia y a sus placeres. Pero los melocotones que quedan, aunque están buenos, ya no son lo mismo. Así es como, aburrida de llevar meses comiendo lo mismo, comienza Simone a recoger granadas y chirimoyas, a abrirlas y desmenuzarlas, a sacar cada fruto de su interior y a comérselos disfrutando de cada grano nuevo en su boca.

Sin darse cuenta entre uvas, manzanas, mangos y algún que otro melocotón, Simone le ha abierto la puerta al otoño que ha llegado suavemente disfrazado de primavera y le ha dejando entrar en su cuerpo a través de sus frutos. Ahora ya no hay marcha atrás. Sólo queda la opción de arroparlo y ponerse a trabajar en la gran tarea que le espera: enfrentarse al apego que siente por antiguas partes suyas que no la dejan avanzar y caminar, ligera y con el equipaje justo, hacia sí misma. 


Poseída



Simone se levantó una mañana y dejó todo lo que se fue encontrando en su día. 

En la cama dejó el cansancio.
En la cocina, las dependencias.
En el baño y el armario, las apariencias.
En el salón, la tecnología. 
En la calle, más tecnología y apariencia. 
En el trabajo, el trabajo.
En el gimnasio, el sufrimiento. 
En los bares, la necesidad.
En los supermercados, la ansiedad.
En la farmacia,  las adicciones.
En su casa, su pasado.
En su pasado, su futuro.
En todo, su identidad.

Por la noche, no le quedaba nada.

Se había vuelto loca, decían algunos.
Estaba poseída, decían otros.

Y ella
nunca se había sentido tan ella. 

Simone y los abrazos

Simone ha descubierto hace bien poco lo que son los abrazos.

Ella supone que de pequeña sus padres la abrazarían mucho y la querrían mucho, pero como eso fue hace tanto tiempo y ella era muy pequeña, no lo recuerda.

Hace poco tiempo a Simone le dieron un abrazo y le gustó tanto que a partir de entonces ella también quiso comenzar a darlos.

Al principio no sabía muy bien como hacerlo. No sabía a qué altura poner los brazos sobre la espalda de la otra persona, cuánto debía presionar y sobre todo, cómo colocar su cabeza para sentirse cómoda y no incomodar al otro. Por eso no le quedó otra solución que investigar.

Una vez que tuvo controlada la técnica de cintura para arriba, Simone se dio cuenta de que existen abrazos en los que también entran las piernas. Vista desde fuera, cuando Simone abrazaba formaba una figura con la otra persona como de tienda de campaña, tal era el espacio que había entre las piernas de uno y de otro que podrían dormir de 2 a 4 personas dentro. Eso, pensó Simone, había que solucionarlo.

Cuando tuvo las piernas bajo control, Simone podía estar minutos, muchos minutos, pegada al cuerpo de alguien, de quien quiera que fuera. Era una sensación que no podía igualar a nada que ella hubiera sentido antes.

Desde ese momento, Simone se metía en un abrazo buscando llegar a rincones de su propio ser que nunca antes había siquiera sospechado que existían. No existía nada más en el mundo que el propio abrazo, ni siquiera ella, ni siquiera la otra persona, sólo el abrazo.

Simone llegó a ser famosa por dar unos abrazos tan agradables, respetuosos y gustosos que por eso, y solo por eso, la nombraron la primera embajadora mundial de los abrazos.

A ella eso le encanta y lo celebra cada día con muchos abrazos.