Cada mañana Simone se
levanta y hace las mismas cosas. Apaga el despertador de la misma forma; se pone
las zapatillas de siempre que están en el mismo sitio donde las dejó la noche
anterior y la noche de hace tres meses; va al cuarto de baño (que,
afortunadamente, sigue estando donde siempre), se sienta y hace pipí como lo
viene haciendo desde que le quitaron los pañales con dos años y medio.
Cada uno de sus días es
prácticamente igual al siguiente y al anterior. Cuando sale a la calle, Simone
también toma siempre las mismas calles para ir a cualquier lado: sea el lugar
que sea al que ella se dirija, el trabajo, comprar la leche o tirar la basura,
Simone siempre tiene un recorrido fijado para cada uno de sus destinos.
Así, cada día que pasa igual
al anterior, a Simone le crece un poquito más la angustia que siente por
dentro.
A ella le gusta que sus zapatillas
la esperen al despertarse cerquita de la cama; no le gustaría tener que andar
descalza algunos pasos hasta alcanzarlas. También le gusta prepararse cada día
el mismo desayuno con el pan que le encanta de la panadería de la esquina, pero
es que a medida que los días iguales se suceden unos a otros, a Simone le aumenta la presión que
siente en el pecho y que, a veces, en lo que ella piensa que es un intento por
escapar, escala por su cuerpo hasta llegar a la garganta. Entonces se imagina
que su angustia se queda ahí aprisionada entre las cuerdas vocales y, aunque lo
intenta, no encuentra la manera de salir.
Ella piensa que le gustaría
hacer cosas diferentes o, al menos, hacer las cosas de siempre de manera
diferente, pero no se le ocurre otra forma de prepararse el desayuno que tanto
le gusta sin ser como lo hace cada día. Los días pasan y Simone sigue
igual: viviendo un día exactamente igual al siguiente y al anterior y sin saber
qué hacer para que algo cambie.
Una mañana, de camino a la
panadería de la esquina donde venden el pan que a ella le encanta tanto, Simone
se encuentra la calle cortada. Esa mañana parecía imposible acceder por el camino por el que
ella siempre iba; si quería llegar tenía que dar la vuelta a la manzana y
acceder desde otro lado. Simone se lo pensó porque tenía el tiempo justo para
no llegar tarde a la oficina, pero como el pan le encantaba y no tenía nada
para desayunar, decidió intentarlo. Se dio la vuelta y justo al girar la
primera esquina vio una panadería nueva. En realidad no sabía si era nueva o no
porque ella nunca pasaba por esa calle. En el escaparate tenían unos bollos muy
parecidos a los que ella siempre compraba en la panadería de la esquina. Podía
probarlos, pensó, así ahorraría tiempo y no llegaría tarde al trabajo. Si se
arriesgaba tenía que tener presente que quizás no le encantaran tanto como los
otros, pero el hambre y el tiempo hicieron de las suyas para que Simone entrara
en la panadería a comprar unos bollos para su desayuno. En el mostrador, junto
a los bollos parecidos a los que le encantaban, había otros muy similares que también
tenían muy buena pinta. Como no sabía cuáles le iban a gustar más, compró de
varios tipos y se los llevó a la oficina. Esa mañana, pensó, invitaría a sus
compañeros a desayunar.
Mientras Simone se
entretenía en la nueva panadería, uno de sus compañeros, el que siempre la
miraba cuando ella miraba a otro lado, al ver que llegaba tarde empezó a
preocuparse. Él también sentía lo mismo que Simone en el pecho cuando se
acostaba y ponía sus zapatillas en el mismo lugar de siempre, pero la angustia
se le pasaba un poquito cuando la veía aparecer en la oficina por las mañanas.
Cuando la vio llegar más
tarde que el día anterior y que el siguiente, se acercó para preguntarle si se
encontraba bien. Simone, que nunca había hablado con él, le contó lo que le
había pasado con la panadería y le enseñó los bollos que traía. A él le pareció
que tenían muy buena pinta así que le invitó a uno y se pusieron a intercambiar
opiniones sobre los bollos, las panaderías en las esquinas y los panes que a
los dos les encantaban.
Desde ese día Simone dejó de desayunar cada día lo mismo, de ir a
la panadería de la esquina y de caminar por las mismas calles para ir al
trabajo. También cambió las zapatillas de lugar. No es que las pusiera al otro
lado de la cama o más lejos de ella, sino que las puso justo a la misma altura
y distancia de siempre pero de otra cama, de la que tenía por el otro lado un
par de zapatillas que seguían ocupando el mismo lugar de siempre.
Ese día, la presión que
Simone sentía en el pecho desapareció. No sabe si se le cayó en algún lado o es
que siguió sola su camino de todos los días hacia la panadería de la esquina
donde vendían el pan que a Simone le encantaba. A su compañero también le
desapareció esa sensación en el pecho.
Él cree que se la tragó con el primer bollo que le regaló Simone.
Juntos, ya nada, nada, puede
ser exactamente igual al día de antes y mucho menos al siguiente.
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