Un día Simone
descubrió que dentro de ella, además de toda el agua que la forma, había lugar
también para el fuego.
Al
principio le costaba mucho encenderlo por eso a veces gastaba muchas cerillas,
otras salía mucho humo, y otras el fuego se apagaba continuamente.
A
medida que iba probando, descubrió que cada día su fuego era diferente y la
forma y fuerza que tuviera dependían en parte de en quién estuviera pensando
cuando lo encendía. Algunas veces Simone sentía ser parte de una hoguera cuyas
llamas se mecen desprendiendo calor, energía y mucha, mucha belleza. Otras, esa
hoguera se convertía en un verdadero incendio que, sin destruir nada, se expandía
por kilómetros en busca de un lugar en el que poder descansar. Y siempre,
cuando piensa en él, Simone se siente parte de una única llama: dos fuegos
distintos que se unen y acaban danzando juntos en una única forma que ni crece
con ímpetu ni disminuye, sino que se mantiene, ardiendo, ella sola, hasta que
la madera se hace ascuas. En ese momento sólo hay que echar un nuevo tronco al
fuego para que la llama vuelva a surgir al momento tan hermosa, cálida y danzarina
como antes.
Ahora
Simone se lleva mejor con el agua del que está llena porque cuando siente que esta
comienza a calarle la piel, la deja salir y después calentita, se seca al calor
de su propia hoguera.
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